No necesito que me llamen «Sensei».
Llevo mucho tiempo practicando artes marciales y, cuanto más voy cambiando de gimnasio, de profesor y de cultura, más se me repite una idea en la cabeza:
¿Por qué seguimos fingiendo que la tradición es siempre sagrada?
En muchas artes marciales tradicionales, especialmente en el karate, existe todo un sistema basado en la etiqueta: las reverencias, la energía del «sí, señor/no, señor», los títulos, la postura, la sensación de que el instructor es alguien a quien no se debe cuestionar.
Durante mucho tiempo, seguí el juego porque era lo que hacían todos. No me gustaba, pero tampoco lo cuestionaba.
Entonces empecé a practicar jiu-jitsu brasileño. Entrené con boxeadores, luchadores y practicantes de muay thai. Viajé. Entrené en diferentes lugares con diferentes culturas. Y algo cambió.
Me di cuenta de que gran parte de lo que llamamos «tradición» no tiene que ver realmente con el respeto.
Se trata de control.
No en todas partes. No siempre. Pero con la suficiente frecuencia como para que puedas sentirlo.
Es la suave presión de tratar a una persona como si fuera el centro del universo. Es la expectativa de que el profesor siempre debe ser el mejor en todo, incluso cuando el tiempo, la edad y la realidad dicen lo contrario. Es la regla tácita: sigue, no cuestiones.
Y, sinceramente, eso nunca me ha gustado.
Porque esta es la verdad:
con un entrenamiento real —con sparring, rolling, pruebas de presión— nadie necesita decirte quién se ha ganado el respeto. Lo sientes. Lo experimentas. Las colchonetas lo revelan todo.
La jerarquía real es natural.
La jerarquía forzada es inseguridad.
Y la inseguridad se manifiesta de formas extrañas, como insistir en que todo el mundo utilice títulos o fingir que el instructor es un maestro intocable que nunca comete errores.
Pero yo no quiero eso. Ni para mí, ni mucho menos para la comunidad que estoy construyendo aquí en Valencia.
En todas las artes, en todos los gimnasios, alguien acaba siendo más rápido, más ágil, más fuerte o mejor en una técnica específica que el profesor. Eso no es una amenaza, es la prueba de que el entorno funciona.
Si algún día alguien lanza una patada más limpia que la mía, o rueda con más suavidad que yo, o se mueve de una forma que yo nunca podría, espero que lo primero que salga de mi boca sea:
«Precioso. Enséñame».
Porque esa es la cultura en la que creo:
El respeto se gana con la práctica.
Crecimiento compartido, no protegido
Una comunidad donde todos enseñan y todos aprenden.
No estoy en contra de la tradición. Algunos rituales son importantes. Algunas palabras tienen peso. Algunas estructuras crean significado.
Pero la tradición debe apoyar a las personas, no encerrarlas.
Si vienes a entrenar conmigo aquí en Valencia, esto es lo que puedes esperar:
Sin títulos.
Sin poses.
Sin actuaciones.
Solo entrenamiento.
Solo comunidad.
Solo el lento y honesto proceso de mejorar juntos.
Y si hay respeto en esa sala, no será porque lo hayamos ensayado.
Será porque lo vivimos.